Marta Sánchez se va de carnavales

Con el metro abarrotado como antiguamente, cuando se vendían los colchones para asistir al partido del siglo; con la calle revolucionariamente tomada por la muchedumbre acanallada y zascandil, que en su día describieron Mesonero, Larra y López Silva, un anochecer primaveral de febrero, víspera del Madrid-Rayo, Marta Sánchez se rebobina en la calesa del Carnaval madrileño y disparando la rubia sonrisa de ingenua superviciosa desde su escabel glorioso, muestra por el Paseo de la Castellana la palabra de honor de un escote ajustado al vestidito que prometió discretito. 

Con afán electoralista, el municipio te la nombró musa aunque siempre fuera en tu sueño diosa. Y ella, mientras desfila a tu lado encaramada en su trono, resbala su mirada sobre tu admiración, futbolista de barrio que jamás te concentras en víspera de partido, con la misma altivez que el Real Madrid, dios de la Liga de futbol, finge ignorar tu presencia, Rayo de los tristes destinos, cuando por obligación te recibe veinticuatro horas después en el césped verde de su estadio, olimpo de sus goleadas, desde la palestra de sus treinta puntos, treinta positivos y treinta y tres dianas de diferencia a su favor. 

Así que cuando acudes al vestuario del club pentacampeón a cumplir el rito liguero -choque del primero con el último, imposible la igualdad- y te sientas donde suelen hacerlo Zubizarreta y Polster, al cambiar la seda de tus calcetines vallecanos por el percal reglamentario, por el ascensor de la tráquea sin nicotina te sube la angustia del miedo ante la pana que te espera y sobre cuyas dimensiones han discutido y apostado restaurantes y tabernas, oficinas y talleres en atrabiliarias porras. 

Esa sensación previsible de bochorno irremediable te la transmite -minutos antes de que empiece a rodar el balón- el reportero audaz por su gran cadena de emisoras, cuando parapetado en el micrófono y con la intrepidez de sus estudios ínfimos, escarbando con su lengua de hacha en tu moral de hormiga y en el idioma que heredó de Jovellanos, te pregunta con el morbo inherente a su sed informativa que por cuántos váis a perder, carne barata de horca, piltrafa de suburbio futbolístico, extrarradio de la ciencia de Di Stéfano. Y con ese fardo sobre tus piernas sin asegurar, al poco de comenzar el partido encajas nervioso el primer gol de esos artistas merengues que, como Marta Sánchez, ni siquiera te ven cuando te están mirando. 

Es lo que ha deseado contemplar esa multitud que este domingo de fútbol copó los transportes que le depositaban en el estadio de Concha Espina, ávida de sangre obrera tras la demolición del Muro de la Verguenza y que, ya sin verguenza por tanto, finas tiras propone hacer de tu vallecanía balompédica. Mas acabado el partido, nadie se queda contento. 

Tú, rayista, porque no vas a festejar una derrota menos abultada de la que preveías. Y tú, madridista inclemente, porque no te has paseado con la suficiencia que soñabas. Con lo que esa noche, la musa carnavalesca, ha de hacer horas extras para resarcir del desengaño a tantos.

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