Venga, ya está todo el mundo contento

En el suelo sobre un travelling tomará el relevo de la toma, de arriba abajo, resaltando así el movimiento de «descenso» de Siddharta hacia su pueblo. Ningún grito, ninguna agitación: una especie de ballet se organiza. Bertolucci tiene a su alrededor un magnífico ejército de veteranos.

Cubierto de Oscars y de medallas, uno de ellos acaba de cumplir setenta años, el fotógrafo Angelo, que conoció al cocinero chef con gorro blanco que cocía cada mañana su consoladora pasta sin parar durante el rodaje de El bueno, el feo y el malo. «Fíjese, dice, en el gordo que señala el punto, antes estaba delgado.» 

También está la script «assoluta», tal una diva, Suzanne Duremberger, que se levanta antes que nadie, tapada como una babouchka, auténtico «tesoro viviente». Trabajó también con Buñuel, y cuando éste, enfermo ya estaba cerca del final, tuvo el valor de decirle: «Don Luis, en otra vida, querría casarme con usted.» Y Buñuel le contestó: «Eso, Suzanne, nos compraremos una casita...» Y luego está Vittorio Storaro, el alter ego, «el príncipe de la luz» como no le disgusta que le llamen (leer la entrevista a continuación), que ostenta la misma elegancia descuidada de Bertolucci, gorras coquetamente encasquetadas, cazadoras de cuero y pantalones de cachemir, que se comunica con su realizador y con sus asistentes, murmurando muy bajito a través de un talkiewalkie para el ritual de una suntuosa ceremonia; la luz acaricia a los actores, esculpe los rostros y baila alrededor de los cuerpos. 

Se puede palpar, es cálida, está viva. «Silenzio, motore, action.» Bernardo Bertolucci ha lanzado los tres mandamientos, añadiendo: «¡Venga! ¡todo el mundo contento!»; el palanquín se pone en movimiento, las puertas se abren, el pueblo grita.

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