Lámparas iluminando el festín



Los niños se servían a dos manos y se sentaban a comer en la hierba.
Numerosas lámparas iluminaban el festín. Sobre los rostros se leía una
alegría sin sombra. En ese instante, todos olvidaban el diario trajín, la
servidumbre a Roma, el yugo del Idumeo.

Por encima de la fiesta, el cielo se puso malva, violeta, azul oscuro. El
sol desapareció, dejándole lugar a una noche palpitante de estrellas.
Dan tomó la mano de Sara. No habló; su mirada era más elocuente
que cualquier palabra. Se levantó. Ella lo siguió.

La habitación era estrecha, con muros blanqueados a la cal en los que
se abría una ventana minúscula donde se recortaba el cielo. El lecho
nupcial constaba de una estera sobre la que se habían colocado cojines y
un cobertor. En torno a ellos, un candil difundía una suave luz. Un cofre
para vestidos era el único mueble de ese lugar exiguo, donde Sara y Dan
se disponían a descubrirse el uno al otro.

La puerta estaba cerrada. Desde fuera a ellos les parecía que desde
muy lejos les llegaban los ecos del jolgorio que proseguiría hasta
avanzada la noche. En cuanto a ellos, estaban solos en el mundo.

Él le quitó la diadema, las alhajas; le soltó la faja; la emoción le hacía
temblar las manos. Sara, crispada pero dócil, se dejó desvestir. Los
perfumes con los que le habían ungido el cuerpo perduraban, aunque
habían perdido toda agresividad. Ya no eran más que una tierna invitación
al amor.

Ya no conservaba más que su taparrabos.
Tiéndete le ordenó él con suavidad.
Ella se recostó sobre la estera, con las mejillas ardiendo. Sus largos
rizos descansaban sobre los almohadones.

En silencio, él abrazó ese cuerpo que ningún hombre había tocado.
Una fuente sellada. Bebería de ella.

Acarició los jóvenes senos que ella, en un reflejo infantil, procuró
ocultar con las manos, misteriosamente conmovida por ese tímido
homenaje.

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