Los defensores y los jueces

El derecho de todo ciudadano a ser defendido cuando aparece inculpado en un procedimiento penal sólo deja de ser una importante declaración formal de principios y pasa a constituirse, además, en la piedra angular sobre la que se construye la administración de la Justicia, cuando el defensor puede ejercer libremente su derecho a defender, que es, a la vez, el de los ciudadanos a ser defendidos. Por eso, no es exagerado afirmar que cuanta más cultura y tradición democrática se constatan en un pueblo, más sólido es en él el convencimiento de que tan libre de presiones debe ser un juez al administrar la Justicia como un abogado cuando ejerce la defensa.

A pesar de ser todo ello muy evidente, no está de más reiterarlo. Sobre todo cuando, siendo como somos en España principiantes en esto de una legislación y administración de justicia penales escrupulosamente respetuosas con los derechos de los inculpados, se constata que, desde muy distintas procedencias y constantemente se insiste, con razón, en que es consustancial a la idea de Justicia la garantía de que los jueces que la administran en nombre del pueblo no han de ser importunados o presionados en el ejercicio de su función.

Pero, mientras se repite tan ajustada idea, se olvida poner el mismo énfasis en que tan esencial como lo anterior es la garantía de que el defensor no es sometido a presiones de ninguna clase que puedan siquiera condicionar el ejercito de su función. Por eso, provoca gran inquietud a cualquier jurista sensible la contemplación, teórica o real, de un acusado cuyo defensor tenga que estar más atento a evitar expedientes disciplinarios, procesos por difamación, inspecciones de las clases que sea, o el simple ostracismo, que a la defensa con todo su saber e intensidad de los intereses que le han sido encomendados. Una Justicia así, administrada sin libertad de defensa, no seria más que una simple parodia, un ritual basado en la desigualdad en perjuicio del inculpado.

Si convenimos en que no es esa desigualdad la que se deduce del espíritu de nuestras leyes, hay que concluir que quienes institucionalmente tienen el deber de actuar en defensa de la legalidad deben ser precisamente los garantes de esa igualdad en el proceso penal, que exige el escrupuloso respeto a un amplísimo margen de libertad de expresión del abogado defensor en el ejercicio de su profesión, sin cuyo margen es imposible que tanto él como el acusado sientan la libertad de defensa. Y, sin embargo, de eso se trata: de no enturbiar de ninguna manera la sensación de libertad del defensor como garantía del derecho de defensa del inculpado, presunto inocente, por cierto. Pero hay algo más a partir de ese punto irrenunciable, sobre lo que merece la pena reflexionar.

En nuestro procedimiento penal se cobijan todavía algunas viejas normas que obedecen al modelo inquisitivo, en perjuicio del sistema acusatorio puro, que es, sin embargo, el que mejor se compagina con un sistema gatantístico para los inculpados. Esos retazos inquisitivos son los que posibilitan, dentro de los limites legales, que algunos jueces de instrucción se comporten como jueces inquisidores, que buscan las pruebas de la acusación junto con el fiscal o, incluso, sin él. Este modelo de juez dista de la imagen de imparcialidad que caracteriza a los jueces instructores en el sistema acusatorio considerado puro, en el que las pesquisas inquisitoriales de la acusación están sustraídas a la función judicial.

No se me oculta que esta contraposición entre sistemas procesales está exenta de matices y, por tanto, es una consciente simplificación, pero con todo me parece válida para explicar la lógica profesional implícita en la dialéctica del defensor que tiene que dirigirse, precisamente, contra la de la acusación y, por tanto, también contra la de los jueces inquisidores que, aunque tolerados en una difícil síntesis por nuestra vetusta y parcheada Ley de Enjuiciamiento Criminal, no por ello dejan de ser, cuando así actúan, la parte fundamental de la acusación.

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