El misterio es su punto débil

El cine ha descubierto involutariamente y con impotencia que la urdidora de crímenes más prolífica de nuestro siglo apenas ofrecía materia prima criminal y sí, en cambio, amables retratos costumbristas. En toda su obra adaptada al cine, sólo dos títulos han perdurado más allá del puro éxito comercial: aquellos que fueron reelaborados por buenos guionistas. 

En su ensayo El simple arte de matar, Raymond Chandler describe el género de literatura que practicaba Agatha Christie con ironía: «en lo fundamental se trata del mismo cuidadoso agrupamiento de sospechosos, la misma treta absolutamente incomprensible de cómo alguien apuñaló a la señora Pottington Postlethwaite III con el sólido puñal de platino, en el preciso instante en que ella tocaba el bemol en lugar del sostenido en la nota más alta de la Canción de- la Campana, de Lakmé, en presencia de quince invitados mal elegidos».

Chandler usa esa imaginaria situación para comparar la intriga a la inglesa con la serie negra a la americana, pero lo interesante es cómo ésta se aplica al cine: «la base técnica de la narración consistía en que la escena era superior al argumento, en el sentido de que un buen argumento era el que producía buenas escenas. El misterio ideal era el que uno leía aunque faltara el final. Los que tratábamos de escribir teníamos el mismo punto de vista que los fabricantes de películas. Cuando fui a trabajar a Hollywood, un productor sumamente inteligente me dijo que no era posible hacer una película de éxito a partir de un relato de misterio, porque el nudo de la cuestión era una revelación que ocupaba la pantalla unos pocos segundos, mientras el público buscaba el sombrero para irse».

Pues bien, eso es exactamente lo que ocurre en las versiones de novelas de Agatha Christie y el cine ha querido compensarlo aprovechando las virtudes descriptivas de la novelista y recreando su mundo de personajes tópicamente amables de la campiña inglesa, fijándose en el paisaje y el decorado y en las «dramatis personae» que encabezan sus relatos.

Así, es difícil recordar una sola de las artificiosas maldades salidas de la mente, muy poco perversa, de la tía Agatha, pero se le guarda cariño a Miss Marple e incluso a Poirot y uno parece ver los jardines de los «cottages» y los botes de mermelada para el té. En resumen, Agatha es de la familia. Y el cine lo ha subrayado a fuerza de visitar lugares comunes, de hacer sus adaptaciones en forma de series a las que se acostumbraran los espectadores, de presentar actores que se ganaran su simpatía y su complicidad, de construir unos decorados rurales que, en realidad, no se ven alterados sino sólo animados por la siempre estimulante novedad de un crimen con la carga dramática de un puzzle o de un crucigrama.

Prácticamente la totalidad de las versiones cinematográficas de Agatha son de producción británica y prácticamente la totalidad disfrutan de una áurea mediocridad vocacional. Resulta revelador que las dos que sobresalen de esa mediocridad sean producciones norteamericanas, del Hollywood clásico, y que ambas cuenten con guionistas magistrales.

Se trata de la primera e insuperada (luego ha habido otras tres) adaptación de Diez negritos, la de 1945, que realizó el prestigioso director francés René Clair y, fundamentalmente, reescribió Dudley Nichols, quizá el mejor guionista de toda la historia de Hollywood. La pieza más artificiosa de Agatha fue transformada en una comedia de humor negro e hizo que todos los personajes, caracterizados hasta la convención, fueran representados por actores de gran popularidad, descubriendo una fórmula que se recuperaría con éxito años después.

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