De hambre mueren los mendigos

Ante todo debo hacer constar que soy celista. No chelista, celista; quiero decir que me gusta Cela. Más, que Cela me parece un gran escritor en toda su obra y un escritor importante en, por lo menos, tres de sus libros: La familia de Pascual Duarte, la novela que dio el gran toque de atención en un momento de encrucijadas y puntos muertos narrativos; La colmena, el retrato más impresionante que recibió miseria colectiva alguna, una especie de La Pelle/Metamorphoses tan concretada en el tiempo y el espacio que su originalidad es inatacable; y el Viaje a la Alcarria, uno de los grandes libros de viajes de nuestra literatura. Adscribir a Cela a una España panderetera o guitarrera o de cualquier otro instrumento más o menos musical es como acusar a Dante Alighieri de tenebrista florentino.

De hambre mueren los mendigos; los grandes escritores tienen otras cosas de que morir, sobre todo cuando advierten en plena oscuridad caminos que los demás ojos no ven y transforman un momento fugaz en eternidad, en la medida en que la eternidad esté al alcance de la especie humana. Se pongan como se pongan, Cela les mirará a ellos y a sus hijos desde lo alto de nuestros sellos de Correos. Su España es la que él vivió en los años formativos de su vida y es la misma de siempre: el instrumento musical puede cambiar, tocado siempre por las mismas manos, que harán pandereta del más yanqui de los saxofones y castañuelas del más alemán de los pianos. En nuestra inminente Europa de las patrias, seremos tanto más europeos cuanto más a español sonemos, pero a español de siempre, como Quevedo, que decía «Vindorosa» por Windsor, «Guitol» por Whitehall y «Achines» por Hawkins. En esto Cela es maestro indudado. Alguien escribió recientemente que, a la vista del premio Nobel, iba a tener que ser revisada la opinión de cierto sector de la crítica sobre Cristo versus Arizona. ¿Qué quiso decir?

¿Que el Nobel había abierto la posibilidad de un error en un juicio anterior sobre ese libro? El Nobel es un fenómeno totalmente exterior a la obra de Cela, un pegote, todo lo vistoso y pingüe que se quiera, pero pegote al fin, que la remata, pero no la cambia. Confieso que no me gusta Cristo versus Arizona de la misma forma que, por no salirnos de la comparación anterior, no porque quiera comparar a Dante con Cela, tampoco me gusta Il convivio, de Dante. Ni me gusta Selma Lagerlof, con o sin premio Nobel. Soy celista, no papanatas. Dicho sea esto sin ofensa a nadie. Honny soit qui mal y pense. Esta frase se dijo poniéndole a una dama una liga en pleno baile palaciego. La dama no se sonrojó pero sí los que lo veían. En el espectáculo que temo inminente en torno a Cela, no será éste quien se sonroje.

Es curioso que el Nobel de Aleixandre causó muy poco interés y muy efímero; este, en cambio, ya ha empezado a poner al descubierto tanta envidia impotente como ignorancia boquiabierta. Y siguiendo con Dante, recordemos que condenados y bienaventurados son en el otro mundo del florentino los mismos que eran en la tierra: Camilo José Cela sigue siendo el mismo escritor ahora que era antes de entrar en el Paraiso terrenal. Menos mal. No estaría de más un toque de atención ahora que se ha desatado el huracán de los elogios desmedidos y hasta descomedidos: se puede ser malo sin dejar de ser bueno, pero mediocre, jamás. Cela nunca fue mediocre, pero es malo a veces y sin que esto le quite un ápice de su grandeza y de su importancia.

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