Un perfecto agente 007

Lo que Atwater halló en el corazón de la Virginia rural iba a sorprenderle de veras. Aquella tarde, Robert Monroe le recibió con sus pantalones raídos, sus viejos tirantes, una camisa color café desabotonada y un gran puro en las manos. No le preguntó ni quién era ni lo que quería y sólo se interesó por saber si aquel joven también había sentido alguna vez la impresión de haberse salido del cuerpo. Atwater admitió que algunos recuerdos de su infancia podían interpretarse así y Monroe, sin preámbulos, le invitó a hacer una prueba: lo tumbó sobre una cama, le colocó auriculares en los oídos y le pidió que se relajara. Desde una sala contigua y frente a una mesa de mezclas, le administraría unos sonidos muy particulares.

«Prepárese», dijo.


En cuestión de un minuto, el ruido de unas olas rompiendo contra la playa se coló en el cerebro del teniente. «Así suena el surf», le explicó desde el control. «Representa el poder natural del sonido y es todo un símbolo en mi Instituto». Aquel vaivén pronto dio paso a una nueva sensación acústica: un zumbido suave, fluctuante pero con ritmo. Los tonos llegaron acompañados de cierto movimiento, como si un mecanismo oculto bajo la cama zarandeara al militar. Pero el catre era simple y no estaba conectado a nada. De pronto, Atwater tuvo la impresión de verse empujado a través de un túnel blanco salpicado de formas cristalinas. Era una suerte de tubo algodonoso que desembocaba en un área inmensa en la que pudo verse a sí mismo desde afuera. ¿Soñaba? ¿O acaso Monroe le había administrado alguna clase de droga? Todo desapareció cuando su instructor lo llamó por los auriculares.

La experiencia había sido un éxito. Al menos para el teniente Atwater. Así que, a su regreso a Fort Meade, redactó un informe en el que no sólo habló de Monroe y de sus extraordinarios sonidos, sino también de otras pruebas similares que la Universidad de Stanford estaba llevando a cabo de la mano de dos ilustres profesores: Russell Targ y Harold Puthoff. Ambos acababan de publicar un libro titulado Mind Reach, prologado por Richard Bach -autor de Juan Salvador Gaviota-, en el que mencionaban una habilidad psíquica que encajaba con lo que Atwater acababa de experimentar: la llamaban «visión remota».

En el Pentágono llevaban un tiempo preocupados por aquel asunto. Sabían que los soviéticos habían destinado 21 millones de dólares a la investigación de armas psíquicas, y esperaban obtener grandes resultados de su apuesta. El Kremlin creía que utilizando la telepatía podrían llegar a detener el corazón del presidente de los Estados Unidos o arrancarle sus secretos con una orden hipnótica. En Washington creyeron que de ahí a usar la visión remota para espiar sus instalaciones secretas había menos de un paso.

Todo se precipitó durante una visita al arsenal de armas nucleares de Redstone, Alabama. Allí el teniente Atwater recibió la orden de elaborar un informe que evaluara cierta cuestión: si los rusos conocían la «visión remota», ¿qué contramedidas podrían usar para que sus silos de misiles no fueran espiados por los Segundos Cuerpos de agentes soviéticos?

Su texto, junto a datos avalados por la Universidad de Stanford, logró que se creara un equipo de trabajo en el seno de Fort Meade, que se destinaran fondos para contratar los servicios de Targ, Puthoff y Monroe, y que se reclutara a una treintena de militares para los primeros experimentos. Atwater se convertía así en el responsable de coordinar un programa que, en el curso de una década, recibiría varios nombres clave: Phoenix, Sun Streak, Center Lane o Star Gate. De tener éxito, sus hombres encarnarían la herramienta definitiva del espionaje: segura, indetectable y mucho más económica que colocar en órbita sofisticados satélites espía.

«Ahora puedo hablar de muchas de las cosas que hicimos en aquellos años, porque ya se levantó el secreto», me dice el teniente Atwater, en su casa del condado de Nelson, en una cena que compartimos en julio de 2007. «Hace 12 años, una orden ejecutiva del presidente Clinton desclasificó el tema y quedaron a disposición de los investigadores cerca de 90.000 páginas de información sobre nuestros logros».

Al interesarme por ellos, Skip -como prefiere ser llamado- me explicó que las primeras misiones de su grupo se remontan a septiembre de 1979. Aquel año le encargaron localizar un avión militar caído sin decirle siquiera la región en la que debía buscar. «En una sola sesión con mis hombres», afirma, «obtuvimos el nombre de la montaña en cuyas faldas se localizó más tarde el avión. Apenas erramos en unas millas».

Entre los convidados a la cena se encontraba también Joe McMoneagle, ex militar de aspecto rudo, fuerte, de mirada feroz, al que Atwater introdujo como «nuestro espía psíquico número uno». McMoneagle me contó cómo Monroe cambió su vida. «Durante un año», dijo, «me sometió a sesiones con aquellos sonidos. Los llamaba Hemi-Sync, un acrónimo de sincronización de hemisferios, porque eso es lo que provocaban, que la actividad cerebral de ambos hemisferios se sincronizara y favoreciera ciertos estados de concentración. En aquellas sesiones, mi don natural para ver cosas a distancia se multiplicó por 1.000».

«En realidad"», interrumpe Skip, «lo que producía el Hemi-Sync era una especie de bilocación. El cuerpo del sujeto se quedaba sobre una cama en los Estados Unidos, pero su otro yo, su alma o como quieras llamarlo, podía acudir a cualquier coordenada y ver lo que allí ocurría».

«¿Así? ¿Tan fácil?», dije escéptico.

«Debes saber que la visión remota está llena de particularidades», matizó. «En Stanford se dieron cuenta de que, a veces, el sujeto no veía lo que ocurría en directo, sino que se movía adelante y atrás en el tiempo. Por ejemplo, si le dabas las coordenadas de un volcán extinguido y describía una caldera en erupción, lo más probable era que estuviese viendo algo del pasado...».

«¿Y esos sonidos Hemi-Sync eran capaces de funcionar con todo el mundo?».

«No lo eran. Aún lo son».

Entonces se me ocurrió proponerle algo: «¿Me dejaría grabar con una cámara de televisión uno de esos entrenamientos en los que viéramos cómo practica la visión remota?».

Skip sacudió la cabeza muy serio.

«No seré yo quien haga esa demostración, mister Sierra. Pero si quiere probar usted, y convertirse en espía psíquico por unas horas, yo me ofrezco a dirigirle la sesión...».

Aquella respuesta me confundió, porque sin calibrar bien los riesgos ni pensar en las consecuencias que pudiera tener una experiencia así, acepté su reto.

«Entonces, nos veremos mañana. A las tres. No falte».

Comentarios

  1. Hola, quisiera saber mas de esta historia, esta en un libro? Donde la puedo conseguir?

    Gracias, jcomas73@yahoo.es

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