Una marabunta en los toros

La marabunta enardecida secuestró al ídolo por la Puerta del Príncipe. La fuerza de marea lo transportaba en una cresta de manos; un alboroto de brazos y hombros bamboleaba al dios de oro y raso marino. Una procesión de pasión incendiada como el horizonte. Como un año atrás, José María Manzanares perdía la mirada sobre el Guadalquivir. Otra vez cuatro orejas llameantes en sus manos. Pero ha llovido duro desde entonces en una guerra cruenta de despachos que no ha beneficiado a nadie, y menos a la Fiesta, que ayer se fortalecía. A ella va, por encima de la carrera del triunfador, el llenazo, la gloria, el clímax, la potencia de la imagen de la victoria. ¡Qué importancia! La importancia de llamarse Manzanares. La heráldica de su sangre. 

Trovadores y cronistas cantarán la belleza de José María Manzanares; el consabido empaque, la belleza sabia y presentida, como se agitaban los oles antes incluso de que se embarcara la embestida. Yo quiero elevar a los altares la suprema inteligencia de Manzanares. La conexión neuronal y torera con que trató a los toros de Victoriano del Río. Un psicoanálisis de las embestidas y las condiciones de cada uno, que ni se asemejaron, ni se parecieron, ni rebosaron excelencias. Leyó las líneas de sus fondos y su defectos como las de las palmas de una mano para tallarles el futuro. Y de ahí que tapara sus carencias para potenciar sus virtudes, que, de no haberlas, no habría sido posible el toreo. 

Desde que José María Manzanares extendió su capote sobre el albero el runrún de la Maestranza encendió la mecha. Las verónicas por el derecho, las chicuelinas improvisadas de mano baja y una revolera barroca como bata de cola. El lavado toro de la sierra de Guadalix se resistió al segundo puyazo, huía sueltecito de querencias o en busca de ellas. Costó meterlo bajo el peto. Aprovechó Alejandro Talavante su turno y los viajes en un mecido quite por despaciosos delantales. De estampa antigua la media abelmontada. Y el toro se volvió a cerrar en los terrenos bajo la banda del maestro Tristán, que es una cosita. Curro Javier apuró la pasada sin espacios. Manzanares ordenó bascular la lidia hacia la Puerta del Príncipe. Las arrancadas en arreones no se lo pusieron fácil a tan grande cuadrilla. 

Y Manzanares, muleta en mano, siguió con la lección de ciencia. Pronta la izquierda para dejársela siempre en la cara, incluso un punto en detrimento de la belleza la persecución de la eficacia. Porque la historia era que el toro no viese otra cosa que el rojo de la tela. Los largos viajes cosidos en el centro de la pantalla y no en los flecos, pues a esa altura embestía. La plenitud brotó en redondo, el empaque, el mejor son del toro. Un cambio de mano provocó el clamor que seguía y aumentaba. Un parón de nuevo al natural se encontró con la resolución de un soberbio pase de pecho. Nada para el monumento que cinceló luego, el eterno bronce que creó como broche de una serie de casi circulares sin solución de continuidad y sin vaciar. Bramaba Sevilla entera. Entre las tandas, Manzanares no quitaba ojo a las banderas y se concedía su tiempo. O se lo otorgaba al toro. En la suerte de recibir lo despenó. La estocada quedó algo suelta, pero llevaba la muerte en lo alto. Rodó cerca de tablas, ¡ay, la querencia!, y las dos orejas se convirtieron en realidad. 
Curro Javier con el capote y Trujillo con las banderillas se sublimaron con el cornidelantero quinto. La brega se convirtió en un espectáculo mayúsculo. Manzanares administró el fondo contado del toro con suave temple y tandas medidas; el empaque mecido anticipaba el ole antes de que naciese el muletazo. Presentía la plaza el sentimiento y eran los oles más largos del mundo. Aun con todo el tacto aplicado, entre series miró el del Río con nostalgia a tablas. Y al final, cuando ya Manzanares decidió reventarlo, enroscado a la cintura, cantó la gallina. El espadazo se produjo en dos tiempos, también recibiendo o al encuentro. Bestial la certeza. Las orejas al viento de los pañuelos. Concluida la apoteósica vuelta al ruedo, el torero sacó a los medios a Juan José, a Curro y a Blázquez en un cuadro extraordinario. 

Tras el protagonismo de Manzanares no se escondió un Alejandro Talavante, espléndido al natural en el último lo que duró su casta. Y valiente de verdad cuando se apagó. Fijó abajo su cara suelta. Tristán se puso mohíno y no movió la batuta. Talavante ya había cortado su cuota de gloria con el tercero en faena basada en la diestra. Con la figura muy rota. Entonces agarró el espadazo que luego hubiera necesitado. 

Padilla, sin lote propicio, se consoló con el cariño recibido a espuertas. Qué bonito todo y qué importante para la Fiesta. 

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