Las chicas carteristas

En las estaciones subterráneas pululan sin rumbo. Exactamente igual que lo hacían los espectros de los hombres asesinados en su guerra entre los heridos. Hoy hablan, y cuentan cómo unas chicas de los Balcanes han acabado robando carteras en Madrid. 

Están sentadas en un bar cualquiera, cerca de Atocha. Tienen un café a medio tomar, el pelo negro y un espejo roto por las balas en sus ojos. Sus manos son largas y se mueven por los bolsillos de los incautos con la ligereza de una pluma. Las Bosnias, una de las principales bandas de carteristas de Madrid, suelen desayunar aquí. 
Son sólo mujeres, unas 25 ó 30, jóvenes, que cada día bajan al Metro en grupos de tres o cuatro, sin más plan que ser osadas. Cuando el conflicto de los Balcanes estalló la mayoría eran niñas. Sus madres huyeron con ellas y montaron la primera banda de Las Bosnias que conoció la Policía. 

«Hace unos años pasaron el negocio a sus hijas, que a su vez han tenido niños, y ahora las abuelas los cuidan mientras ellas roban», explican quienes las conocen. 
La jefa del grupo pide que aquí la llamemos Habiba Hrustic: «Es el nombre de una amiga que ya no está, que volvió a Bosnia, y también robaba carteras con nosotras». Mientras ella habla y las demás escuchan, Habiba recuerda que era muy pequeña cuando se marcharon de Zvornik, su ciudad. Ahora tiene 30 años y cinco hijos. 
Su tía, acodada en la barra, se entristece al pensar en Bosnia: «A mi hermana la violaron y le cortaron un pecho delante de mí. Entonces decidimos marcharnos. Una noche subimos a un camión, reunimos comida, nos escondimos y al final llegamos a España». 

De eso hace mucho, pero aquella noche en la que escaparon se ha tatuado en su rostro, junto a lo que abandonaron en la ciudad destruida: «¿Por qué no volvemos? Porque allí ya no tenemos nada. Svornik está llena de serbios, no podemos reclamar nuestra casa ni nada de lo que teníamos. Ya no es nuestra ciudad». 

Así que se quedaron, y viven de robar carteras, «sobre todo a los turistas». Han tenido empleos en Madrid, dicen, pero demasiado temporales, o demasiado mal pagados, para permanecer en ellos. 

En un día normal, confiesan ganar 20 ó 30 euros para cada una. Siempre trabajan en el Metro, y eso hace que estén muy vigiladas, porque la Policía controla toda la red desde hace años, con más de 500 carteristas identificados y detenciones constantes. Bajo tierra se libra otra lucha, en la que todos los demás delincuentes y la Policía son el enemigo. 

«Hay bandas de chilenos, colombianos, rumanos... Y cuando nos encontramos con ellos en una estación nos marchamos, porque no queremos problemas. Nos vamos a robar a otro lugar». 

Por eso también diversifican sus hurtos, y parte de sus primas y demás familia [todas son parientes] roban en la calle. Pero las que saben sisar en superficie no saben hacerlo en el Metro y viceversa, así que nunca se intercambian. 

Algunas juntan más de 50 detenciones, siempre por delitos de hurto, con los que salen en libertad al día siguiente. Y los expertos explican que si alguna vez la víctima pilla a un carterista y le agrede, él nunca devuelve el golpe, y recibe como un pelele, porque si no podría calificarse el delito de robo con violencia, y el juez los encerraría sin pestañear. 
Pero Las Bosnias son finas, y las sorprenden poco. No quieren aclarar cómo lo hacen, mas los que las han visto dicen que son buenas de verdad. Distraen a la víctima, obstaculizan su paso, o lo que sea, otra le quita la billetera y se la pasa a una cómplice. Tardan menos en dar el golpe que usted en leer este párrafo. 

Dinero en mano, se deshacen de la cartera en un minuto, guardando sólo los billetes. «Siempre la tiramos a Correos, para que le devuelvan los documentos al dueño», juran con cara de buenas chicas. La Policía, en cambio, dice que la arrojan a las alcantarillas o a huecos de ascensores, para que no se pueda relacionar con ellas. 

Están caladas, y los robos ya han descendido mucho en el Metro, aunque ellas siempre vuelven y, con orgullo, guardan cierta lealtad y hasta algo parecido al cariño a los policías que las detienen cada dos por tres: «Hacen su trabajo y la verdad es que no nos tratan mal», así que también son obedientes, hasta el punto de que si un agente las ve en una estación y les dice «id a la comisaría ahora mismo», se suben al metro y van a Sol o a Nuevos Ministerios, donde la Brigada Móvil tiene sus sedes. 

«La verdad es que estamos hartas de vivir así, nos gustaría encontrar un trabajo bueno, pero es muy difícil», protestan. Sus pasaportes flotan en un limbo legal, de asiladas sin papeles, de niñas de la guerra que ya son mujeres. 

Cuando acaban el café, se asoman a la calle con la tranquilidad de quien tiene todo el día por delante: «Ahora no sé qué haremos... ¿Ir al Metro, dices? Ni idea...», pero tiene toda la pinta de que sí, sobre todo a partir de mediodía, cuando la gente se vaya a comer. 
Ellas, mientras, se siguen esforzando en dejarlo. O no.

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